
Esto, evidentemente, no es Finlandia, ni nuestros profesores son como los finlandeses. Aquí, en general, cualquier persona que haya estudiado magisterio u obtenido cualquier licenciatura puede acceder a la docencia sin mayor dificultad. Además, la enseñanza es un trabajo relativamente sencillo, medianamente bien pagado y con unas vacaciones envidiables: dos meses en verano más las correspondientes de Navidad y Semana Santa. Total, un auténtico chollo. A cambio sólo hay que cumplir un horario, bastante relajado por cierto, e impartir las clases. A ningún profesor se le exige que sea un buen profesor, ni ninguno perderá su trabajo por ser un mal profesor, es decir por no conseguir que sus alumnos entiendan y aprendan su asignatura. El ser un buen o un mal profesor depende de ellos mismos, de su vocación, su dedicación y su preocupación por los alumnos. Es cierto que hoy en día, al igual que siempre, hay magníficos profesores, auténticos vocacionales que con su dedicación, a veces sacrificando su tiempo de ocio, consiguen que los estudiantes no sólo aprendan y aprueben su asignatura, sino que incluso muestren un verdadero interés por la misma y disfruten de las clases. Pero no es menos cierto que también hay muchos profesores que se limitan a impartir sus horas de clase y que no se preocupan en absoluto de si los alumnos entienden y aprenden su asignatura.
Cuando se habla de fracaso escolar, creo que deben tenerse en cuenta todos los factores que lo motivan: planes de estudio en continuo cambio, alumnos indisciplinados e irrespetuosos y profesores incompetentes. Se oye constantemente que los profesores se quejan de sus alumnos, de que no prestan atención a sus explicaciones, de que carecen de disciplina. Sin embargo, nosotros, los estudiantes, también tenemos derecho a quejarnos de nuestros profesores y estaría bien que pudiéramos evaluarlos como ellos hacen con nosotros. Quizá ha llegado el momento de reivindicar unos profesores como los de Finlandia.